Cuando era casi una niña yo soñaba con un beso de un chico de mi bolita de amigos. Crecimos juntos y un día, cuando yo ya era una adolescente, nos dimos un primer beso por uno de esos juegos tontos de botella. Crecimos un poquito más y vi la gran fila de amores y desamores que tuvo y, claro, él los míos. Con los años, creamos un lazo muy especial como amigos hasta que uno de esos días, nos enamoramos perdidamente.
Nuestro amor nunca germinó por completo
Pasamos mucho tiempo juntos, hablamos de mudarnos e iniciar una vida lejos de quienes nos conocían. Lamentablemente siempre tuvimos un freno. Ser amigos, andar y después separarnos podría alejarnos para siempre. Por unos meses eso no nos importó, la complicidad entre ambos crecía cada vez con más intensidad. Él se volvió el hombre de mis días y yo la mujer de los suyos. Pasábamos las tardes de los viernes entre las sábanas besándonos, jalándonos, llegando al cansancio extremo de tomar suero acabando de hacer el amor. Esos, sin duda, fueron los meses más dulces de toda mi vida. Hasta el momento claro..
¿Le ponemos etiqueta?
“La novia”, “la esposa”… ¿Qué tenemos los seres humanos que ansiamos ponerle una etiqueta de propiedad a las demás personas? Jamás lo entenderé. Lo único que sí sé, es que esas pequeñas etiquetas fueron la dinamita perfecta para acabar con lo que tenía con este chico hermoso. Nos dio miedo meter la pata y no solo a él, a mí también. Cuando estábamos en reuniones con amigos, actuábamos como si nada sucediera entre nosotros. Se hubiera hecho un escándalo y probablemente mis amigas jamás me hubieran apoyado… o quizás sí. Eso en realidad ya no importa. Tuvimos varias pláticas profundas, en las que ambos acabábamos llorando, era simplemente una tontería. No nos queríamos perder el uno al otro si la relación formal no funcionaba.
El miedo ganó
Con mucho miedo decidimos vivir juntos. Lo logramos maravillosamente durante dos meses hasta que le ofrecieron un trabajo en San Francisco. Cuando me lo dijo, pensé que era una propuesta para escapar juntos a otro país. Hasta que me di cuenta de que la única maleta abierta encima de la cama era la de él. Mi corazón se quebró. Él me dijo que tenía que pensar las cosas muy bien antes de que diéramos un paso en falso y todo se fuera al demonio. Se fue. Intente llevar la relación como hasta el momento y fui a visitarlo tres veces al mes, al principio. Luego, con el paso del tiempo las visitas se espaciaron: una vez al mes, una llamada a la semana y lo perdí. Fue un proceso largo, tedioso, doloroso y desgastante.
Cortamos el contacto
Él no iba a regresar al país, no estaba en sus planes, ni tampoco estaba en los míos irme a perseguirlo. Así que decidimos cortar todo contacto. Me resigné poco a poco, salí con muchos hombres durante esos meses de duelo. Ninguno alcanzaba a ser ni remotamente parecido al chico del que yo seguía enamorada. Lo pasé realmente mal, hasta que entré a terapia. Con el tiempo aprendí a soltar mi relación pasada, a dejarla ir.
Hay amores que duran para siempre
Sabía que aunque encontrara a otro chico en el futuro, él iba a ser siempre el amor de mi vida. Continuamos con nuestras rutinas diarias y un día nos encontramos en una reunión de amigos. Yo estaba lavando los platos, y él se me acercó por detrás; me abrazó y olió mi cabello. Yo estuve a dos segundos de soltarme a llorar. Contuve las lágrimas escuché decir: “Te extrañé, tonta. ¿Cómo estás?”. Tuvimos una pequeña charla antes de que me presentara a su esposa. Claro que pasé como unos 45 minutos en el baño dando vueltas, hasta que por fin me espabilé y salí.
Cuando lo vi afuera con esa chica me di cuenta de que hay amores que sí duran para siempre. Lo entendí ese día. El amor por mí misma, ese que no me dejaría caer, era el amor que tenía que conservar. El miedo se llevó el amor que creí merecer. Desde ese día una calma extraña creció en mí, acepté que merecía más que ese chico y seguí con mi vida.